Irene Vallejo en Monterrey: Los libros como acto de resistencia y supervivencia

Saul Castillo • 12 de noviembre de 2025

Diálogo Universitario con la autora de "El infinito en un junco" en el marco del Premio Nuevo León Alfonso Reyes 2025

Irene Vallejo en la UANL

Ayer tuve el privilegio de asistir al diálogo con Irene Vallejo, la escritora española que ha logrado lo impensable: convertir un ensayo sobre la historia de los libros en un fenómeno editorial global que ha vendido más de un millón de ejemplares y ha sido traducido a más de 40 idiomas.


El evento, parte de la agenda cultural del Premio Nuevo León Alfonso Reyes 2025, congregó a estudiantes de letras, profesores, escritores emergentes y lectores apasionados en una conversación que trascendió lo literario para tocar las fibras más íntimas de quienes alguna vez fuimos —o seguimos siendo— esos niños raros que preferían las páginas a los patios de recreo.


La sala estaba llena. Muchos jóvenes. Yo con esa mirada que solo tienen quienes están ante alguien que puso en palabras algo que llevaban años sintiendo sin poder nombrar.


Una alianza cultural sin precedentes


Antes de entrar en la conversación, es importante detenerse en el contexto que hizo posible este encuentro. El Premio Nuevo León Alfonso Reyes no es solo otro galardón literario más en el calendario cultural mexicano. Es el resultado de una alianza interinstitucional única en el país: el Gobierno del Estado (a través de la Secretaría de Cultura y CONARTE) junto con las cuatro grandes universidades de Nuevo León: UANL, Tec de Monterrey, UDEM y U-ERRE.


Que cuatro instituciones educativas que normalmente compiten por estudiantes, prestigio y recursos decidan unirse para impulsar la conversación cultural y literaria es, en sí mismo, un acto extraordinario. Es una declaración de principios: aquí la cultura importa, el pensamiento crítico importa, las humanidades importan.


Y el nombre del premio no es casual. Alfonso Reyes, el insigne polígrafo regiomontano, representa exactamente lo que Vallejo defiende: la fusión entre erudición y accesibilidad, entre rigor académico y belleza literaria, entre lo universal y lo profundamente personal. Reyes, quien alguna vez escribió que "la cultura es el ejercicio pleno de la representación del mundo", habría disfrutado inmensamente de este diálogo.


La confesión que lo cambió todo


Irene comenzó con una declaración que provocó murmullos de reconocimiento en el auditorio:


"Vengo aquí a desmentir todas esas sospechas de que estudiar letras no tiene futuro. He encontrado a personas de letras felizmente trabajando en todos los sectores."


Cualquiera que haya elegido las humanidades conoce esa "mochila" de la que habló: las miradas de preocupación familiar, las advertencias sobre empleabilidad, el constante "¿y de qué vas a trabajar?", los comentarios bien intencionados pero devastadores sobre "la realidad del mercado laboral".


Vi a varios estudiantes asentir. Algunos sonreían con esa mezcla de alivio y reivindicación que produce escuchar a alguien exitoso decir exactamente lo que necesitabas oír.


"Si alguno de ustedes tiene esos mismos sentimientos —continuó Irene—, si constantemente les dicen que con eso no llegarán a ningún sitio, que sepan que también yo llevo a mis espaldas esa misma mochila".


Pero el momento más poderoso llegó cuando reveló el núcleo emocional de El infinito en un junco: su experiencia de acoso escolar entre los 8 y los 12 años. No lo dijo con dramatismo ni buscando lástima. Lo dijo con la claridad de quien ha procesado el dolor, lo ha entendido y lo ha convertido en propósito.


"En aquel momento de soledad, de rechazo, de humillaciones cotidianas que yo sufría en el colegio, cuando mis compañeros me consideraban rara y me daban la espalda, mi pandilla de amigos fueron los libros. Por eso escribo siempre, por lealtad a aquellos libros que me acompañaron".


El silencio en la sala fue absoluto. No era el silencio incómodo de quien no sabe qué hacer con una confesión difícil, sino el silencio reverente de quienes se reconocen en una historia.


Escribe por lealtad. No por fama, no por reconocimiento, no por demostrarle nada a nadie. Escribe por lealtad a aquellos libros que la salvaron cuando todo lo demás era hostil. Esa es una de las motivaciones literarias más honestas y conmovedoras que he escuchado.


Y entonces añadió algo que debería estar grabado en la entrada de todas las bibliotecas:


"Los libros me enseñaron que me podía crear una habitación interior donde esconderme cuando el exterior era demasiado hostil. Haber descubierto que existen esas puertas interiores creo que me ha salvado la vida."


De tesis censurada a bestseller liberador


Lo que muchos no saben es que El infinito en un junco nació de las cenizas de una tesis doctoral. Vallejo lo contó con ironía casi divertida: su director le exigía "objetividad científica", le prohibía la subjetividad, las metáforas, lo personal. Le pedía datos fríos cuando ella tenía fuego dentro.


"Mi director de tesis me encomendaba constantemente que yo tenía que formar un enfoque muy científico, muy distanciado, que mis inquietudes, mis pasiones, mi curiosidad, mis razones subjetivas para interesarme por los libros no importaban nada".


Imaginé a esa Irene joven, seguramente brillante y apasionada, teniendo que contener todo lo que la hacía única para encajar en un molde académico rígido. Cuántas tesis brillantes habrán muerto por ese mismo motivo. Cuántas voces habrán sido silenciadas por la tiranía de la "objetividad".


Años después, con la libertad de quien ya no debe rendir cuentas académicas, Vallejo decidió reescribir su investigación "en forma de ensayo literario". Y aquí viene lo importante: no reutilizó ni una sola frase de la tesis original. Empezó desde cero. Le dio vida, color, metáforas, historia personal. Le dio todo lo que le habían prohibido. Y en esa "desobediencia intelectual" creó una obra maestra que ha llegado a millones de lectores que jamás habrían leído su tesis doctoral.


Su argumento es filosóficamente contundente:


"Creo que es más honesta incluir en el texto algunas pistas de quién es la persona que escribe para que se entiendan cuáles puedan ser mis sesgos y para que los lectores también los puedan contrarrestar."


La objetividad absoluta, nos recordó, es una ficción. Quien investiga siempre está seleccionando material según su curiosidad, sus preguntas, sus obsesiones. Siempre hay un punto de vista. Y reconocerlo, hacerlo explícito, es un acto de honestidad intelectual.


¿Cómo puedes escribir sobre libros desde una distancia fría cuando amas los libros? ¿Cómo puedes hablar de lectura sin pasión cuando lees "irrefrenablemente"? No puedes. Y no deberías.


La Biblioteca de Alejandría: esplendor y sombra


Una de las estudiantes, Ximena, hizo una pregunta inteligente que tocó uno de los temas más complejos del libro: la ambivalencia moral de la Biblioteca de Alejandría. Ese proyecto luminoso de albergar todo el conocimiento del mundo que, simultáneamente, fue una herramienta colonial de control y dominación.


Irene no esquivó la contradicción. La enfrentó de lleno.


"Podemos mirar solo la parte luminosa: la creación de la gran biblioteca que va a contener todos los libros existentes en el mundo conocido. Pero también hay un trasfondo colonial en el proyecto alejandrino. Se trataba de poseer todos los libros, incluso los traducidos de otros pueblos y culturas, para poseer la entrada a las almas de sus súbditos".


Citó a Walter Benjamin —ya no es ninguna novedad, dijo, hacer mención a esta ambigüedad del proyecto cultural que muchas veces se pone al servicio del poder— pero no se quedó ahí. Porque esa es solo parte de la historia, no toda.


Detrás de esos proyectos elitistas, explicó, hay un proceso histórico más profundo y esperanzador: un proceso silencioso, gradual, casi imperceptible de democratización del saber.


"Los libros empiezan siendo propiedad de las élites, de los privilegiados, de los aristócratas, de los sacerdotes, de los reyes. Poco a poco, a pasos lentos y a veces imperceptibles, van encontrando su camino hacia las personas corrientes, como somos nosotros".


Y aquí, en una universidad pública, hizo una pausa significativa. La pausa tuvo peso. Todos entendimos por qué.

Vallejo misma es producto de la educación pública española: escuela pública, preparatoria pública, universidad pública. Recibió becas que le permitieron hacer su tesis. "Toda mi vida habría sido otra totalmente distinta —reconoció— sin las oportunidades que lo público me ofreció para estudiar, para aprender y para construir este camino".


Miró directamente a los estudiantes: "Entonces es un ingrediente para mí esencial también de este libro, celebrar las rutas que hemos abierto para desactivar las imposibilidades que han cerrado el paso a tantas personas".


El mensaje era cristalino: estamos aquí —en esta sala, en esta conversación, en esta posibilidad de futuro— gracias a que alguien decidió que el conocimiento no debía ser privilegio de unos pocos. Y tenemos la responsabilidad de defender y expandir ese legado.


Los libros: máquinas del tiempo que desafían a la muerte


Uno de los estudiantes, con esa mezcla de timidez y valentía que caracteriza las buenas preguntas, le pidió a Irene que profundizara en la relación entre libro y vida, entre fragilidad y permanencia.


La respuesta de Irene fue una clase magistral de filosofía accesible.


¿Por qué nos obsesionan los libros? ¿Por qué la humanidad ha movilizado esfuerzos titánicos para inventar la escritura, perfeccionar soportes, perseguir manuscritos, salvar bibliotecas? ¿Por qué hay gente que se hace enterrar con sus pasajes favoritos detrás del cuello, como las momias egipcias? ¿Por qué en antiguas estelas funerarias hay personas representadas leyendo con un perrito a los pies?


Irene nos llevó a hacer un ejercicio mental: imaginar el mundo antes de la escritura. Un mundo de pura oralidad que duró milenios —la etapa más larga de la humanidad— del cual apenas podemos reconstruir fragmentos por restos arqueológicos.


"Era un mundo en el que todo se sustentaba en la memoria. La gente tenía que recordar aquello que era valioso para sus vidas. Por supuesto tenían unas memorias privilegiadas en comparación con las nuestras patéticas de hoy". Risas en la sala. "Pero el límite de lo que la memoria puede conservar es evidente".


Y entonces llegó la frase que me hizo entender todo:


"Cuando una persona moría en la oralidad, una biblioteca entera desaparecía con ella, porque ya nadie recordaría sus canciones, esos poemas, esos conocimientos, esas ideas. Supongo que eso era una manera de morir más completa que la que tenemos ahora, porque nada llegaba a sobrevivir".


El silencio volvió a caer sobre la sala. Esa clase de silencio que produce una verdad incómoda y hermosa al mismo tiempo.


"Los libros son el intento de salvar al menos parte de todo ese legado fascinante de ideas, de momentos, de emociones. Son una apuesta por la vida frente a la destrucción de la muerte y frente al olvido."


Los libros, explicó Irene, son "una apuesta por lo invisible, un intento de reivindicar la grandeza de lo pequeño y la fortaleza de lo frágil".


Pensé en todas las historias que se perdieron. En todas las canciones que nadie volvió a cantar. En todas las ideas que murieron con sus portadores. Y pensé en el milagro de que hoy, miles de años después, podamos leer a Safo, a Homero, a los poetas Tang, a los escribas sumerios.


"Somos el único animal que conoce el pasado anterior a su nacimiento. Todas las demás especies no saben cómo vivían sus antepasados hace siglos. Nosotros sí, y eso nos hace habitar la realidad de otra manera."


Los caballos no saben cómo vivían los caballos hace cinco siglos. Los perros no conocen la historia de los perros. Pero nosotros sabemos cómo vivían nuestros ancestros, qué comían, qué temían, qué amaban. Sabemos sus nombres. Escuchamos sus voces.


"Muchas otras vidas confluyen en la nuestra —citó a Séneca—, se suman a ella y la amplían".


Y añadió algo que debería asombrarnos cada día:


"La máquina del tiempo existe y son los libros, porque nos llevan a otras épocas y nos las cuentan en sus propios términos."


San Agustín, el lector cuántico y la magia que olvidamos


Uno de los momentos más fascinantes —y uno de mis favoritos del libro— fue cuando Irene narró el asombro de San Agustín al ver a alguien leer en silencio por primera vez.


Durante los primeros siglos de la cultura escrita, la mayoría de la gente seguía leyendo en voz alta. Era natural: las historias siempre habían sido orales, cantadas, compartidas en voz alta. Incluso cuando leían para sí mismos, lo hacían susurrando.


La lectura silenciosa no es espontánea ni evidente. Es una invención cultural que tuvimos que aprender. San Agustín ve a su maestro, San Jerónimo, leyendo un rollo de papiro sin emitir sonido alguno. Y se queda paralizado, fascinado, casi perturbado.


"Aquí está pasando algo extraordinario —pensó San Agustín—. Mi maestro está físicamente junto a mí, muy cerca, pero su mente está en algún otro lugar y yo no puedo perseguirlo hasta ese lugar. No sé dónde está. Está su cuerpo como una cáscara vacía, pero su mente está volando por otra realidad".


San Agustín no tenía el término "realidades paralelas", aclaró Irene con una sonrisa, pero es exactamente lo que quería expresar. San Jerónimo había creado una realidad alternativa y estaba recorriéndola mientras su cuerpo permanecía inmóvil, ausente, inalcanzable.


"Es como un estado cuántico —dijo Irene—. Le parece maravilloso, le parece increíble".


Y entonces nos miró directamente:


"La próxima vez que abran un libro, piensen: qué cosa más extraña, más casi sobrenatural y fantasmal y cuántica estoy haciendo en este momento."


Eso que nos parecía mágico y casi imposible a nuestros ancestros, nosotros lo hacemos todos los días en el metro, en la cama, en un café, sin darle la más mínima importancia.


Irene nos estaba invitando a recuperar el asombro. A devolverle a los libros "la maravilla que todavía debería provocarnos".


"Tengan en su mente todas las historias y los caminos peligrosos y aventureros que han sido necesarios para que hagan ese gesto al que están tan acostumbrados y al que le han restado la maravilla".


Augusto, la nariz rota y el bien que no se nota


Hubo otro momento en el libro que resonó poderosamente en el diálogo, aunque pasó más rápido de lo que yo hubiera querido: el episodio de Augusto rompiendo accidentalmente la nariz de Alejandro Magno.


Según cuenta la historia, el emperador Augusto acudió al museo de Alejandría donde se conservaba el cuerpo momificado de Alejandro. Depositó una guirnalda sobre el sarcófago en señal de respeto. Preguntó si podía tocar el cuerpo. Al inclinarse para besarlo, en un gesto de veneración, le rompió accidentalmente la nariz.


Es una imagen poderosa: el hombre más poderoso del mundo romano, ante el cadáver del hombre que fue el más poderoso del mundo helenístico, destruyendo sin querer parte de su legado en el acto mismo de honrarlo.


La fragilidad de la materia. La torpeza de la devoción. Lo fácil que es destruir incluso cuando intentamos preservar. Vallejo contrapuso esta escena con otra mucho más íntima: el recuerdo de su abuelo deteniéndose para levantar una cáscara de plátano del suelo. Un gesto minúsculo. Casi invisible. El abuelo le dice algo que ella jamás olvidaría:


"Es el bien que no se nota, es un acto de verdad a menudo invisible".


Esos pequeños actos de cuidado —levantar una cáscara para que nadie resbale, copiar un manuscrito para que no se pierda, enseñarle a leer a un niño, donar un libro a una biblioteca— son la épica silenciosa que sostiene la civilización. No son actos grandilocuentes. No se registran en los libros de historia. Pero son, en palabras de Irene, "una gesta ética" que redonda en preservar lo frágil, en resistir el paso del tiempo.


Los libros existen porque alguien, hace miles de años, tuvo ese mismo impulso del abuelo: cuidar algo pequeño para que otros no tropezaran.


Tensión fecunda entre contrarios


Una estudiante preguntó sobre algo que atraviesa todo el libro de Irene: la tensión entre contrarios. Pasado y presente. Oralidad y escritura. Fragilidad y permanencia. Lo público y lo íntimo. Platón sentado junto a los poetas en la biblioteca pese a haberlos expulsado de su república ideal.


Irene citó a Heráclito:


"La fuerza que mueve el mundo es la tensión entre los contrarios. No hay nada estático, sino solo ese oscilar entre extremos, ese encuentro ocasional o equilibrio momentáneo entre opuestos".


Los libros viven exactamente ahí: "al borde del precipicio, donde todo parece abocado a desaparecer, pero lo retienen, lo conservan, lo mantienen".


Y crean algo extraordinario: "Una vía de conversación insólita entre épocas y generaciones".


Irene usó una imagen potente: la biblioteca como ágora, como plaza pública donde Platón se sienta junto a quienes él mismo habría censurado. Donde voces contradictorias conviven. Donde el pasado discute con el presente.


Y entonces hizo una conexión brillante: las redes sociales como la antigua ágora griega. Todos hablando al mismo tiempo, interrumpiéndose, discutiendo, insultándose a veces, buscando la verdad otras. El caos democrático.


"Sería más interesante pensar en la aburrida democracia griega cuando estamos en redes sociales", dijo con ironía.


Es fascinante: llevamos décadas pensando que la tecnología digital es algo radicalmente nuevo, cuando en realidad estamos retornando a formas de comunicación antiquísimas. La conversación pública. El debate abierto. La multiplicidad de voces.


Audiolibros, pantallas y el eterno retorno


Cuando alguien del público preguntó sobre audiolibros y tecnología, esperaba que Vallejo cayera en el discurso apocalíptico que muchos puristas del papel repiten como mantra: "los jóvenes ya no leen", "las pantallas están matando los libros", "esto es el fin de la literatura". No lo hizo. Todo lo contrario.


"Creo que somos afortunados de vivir en una época con tantas opciones de llegar a las palabras, a las historias, a las ideas. Al final eso es realmente importante, no tanto el vehículo, sino el contenido."


Los audiolibros, explicó, son "un retorno a la oralidad" después de haber hecho todo el camino de inventar la escritura. "Es volver otra vez a ese momento en el que nuestros antepasados se sentaban alrededor de la hoguera y escuchaban las historias en lugar de leerlas".


Un cierre de ciclo. Una danza contemporánea de las tecnologías con formas del pasado.


"En realidad lo antiguo nunca pasa del todo y ahora retorna de formas nuevas".


Los audiolibros democratizan el acceso para personas con problemas de visión. Los ebooks permiten llevar bibliotecas enteras de viaje y ajustar el tamaño de letra. Los vídeos y podcasts recuperan la dimensión oral que nunca nos abandonó del todo.


No hay guerra entre formatos; todos son "hebras o mimbres de una gran red de la que todo forma parte".


Pero —y aquí está el equilibrio que tanto me gustó— también defendió la lectura en papel como entrenamiento de la atención.


"En las pantallas nos vemos empujados a leer de una manera mucho más fragmentaria, mucho menos atenta, constantemente saltando de un contenido a otro, interrumpida por notificaciones, en ese continuo scroll arriba-abajo, sin profundizar en nada".


Los libros en papel, en cambio, nos ayudan a desarrollar algo cada vez más escaso y precioso: la capacidad de estar presentes. De prestar atención sostenida. De no dispersarnos constantemente.


"La lectura tradicional en papel nos ayuda a entrenar la atención, tan importante para estar realmente presentes con las personas que queremos y no dispersarnos constantemente."


Y entonces dijo algo hermoso que me quedó resonando:


"Les desearía a todo el mundo sinceramente que le gustase la lectura porque tendría un montón de beneficios por la vía del gusto, del placer y del más puro hedonismo. Es una forma de felicidad muy al alcance de las manos."


No moraliza la lectura. No la presenta como deber u obligación. La presenta como placer accesible, como "gimnasio de la mente" que obtienes gratis mientras disfrutas.


"Quien ama ese antiguo ejercicio de la lectura en papel es muy afortunado y debería sentirse así. Está consiguiendo que se activen procesos mentales y cerebrales, está ampliando su vocabulario, está adquiriendo herramientas para pensar el mundo desde otros puntos de vista. Y además se lo está pasando estupendamente. ¿Qué más se puede pedir?"


El público regiomontano: preguntas y resonancias


Lo que más me gustó del evento fue la calidad de las preguntas. No eran las típicas preguntas genéricas de "¿cuál es su escritor favorito?" o "¿qué consejo le daría a los jóvenes escritores?". Eran preguntas pensadas, específicas, que evidenciaban lectura profunda del libro.


Guadalupe preguntó por lo personal en el ensayo. Ximena por la ambivalencia de Alejandría. Otro estudiante tejió conexiones entre Augusto, la nariz rota y el abuelo de Vallejo. Una joven preguntó por audiolibros y creatividad visual.


Ese nivel de conversación habla muy bien del público universitario regiomontano y de los estudiantes de letras de la UANL. No vinieron solo a ver a una celebridad literaria. Vinieron preparados, con el libro leído, con preguntas reales.


Irene lo notó. Se le veía cómoda, disfrutando genuinamente del intercambio. En un momento dijo: "Esta sala es maravillosa y me emociona especialmente estar sentada al lado de escritores del futuro o bien ya del presente, porque ya están comenzando a dar forma a sus creaciones".


No les habló desde la altura de la fama o el éxito. Les habló como quien alguna vez estuvo exactamente donde ellos están: queriendo ser escritora pero sin conocer a ningún escritor, sin saber cuál era el camino, sintiéndose "perdida, sola e improbable como escritora".


Esa horizontalidad es rara en escritores consagrados. Y fue, creo, lo que hizo que la conversación funcionara tan bien.


Alfonso Reyes y el espíritu del premio


Aunque no se mencionó explícitamente en el diálogo, me parece imposible no pensar en Alfonso Reyes mientras escuchaba a Vallejo. El premio que la trajo a Monterrey lleva su nombre por una razón.


Reyes, el gran humanista mexicano, pasó años en el exilio recuperando y traduciendo clásicos grecolatinos. Escribió sobre Homero, sobre la Ilíada, sobre el mundo antiguo con la misma pasión erudita y accesible que caracteriza a Vallejo.


Y como ella, Reyes defendió la idea de que la alta cultura y la accesibilidad no son enemigas. Que se puede ser profundamente erudito sin ser pedante. Que el conocimiento especializado debe traducirse a lenguaje que invite, no que excluya.


En su "Cartilla moral", Reyes escribió: "Cada hombre debe dar lo mejor de sí al bien común". Vallejo está haciendo exactamente eso: tomando años de investigación académica y convirtiéndolos en un libro que invita a millones de personas a enamorarse de la historia de los libros.


El espíritu de Reyes está vivo en este premio. Y en la alianza institucional que lo sostiene: universidades públicas y privadas trabajando juntas, gobierno e instituciones educativas colaborando. Todos reconociendo que la cultura no es lujo sino necesidad. 


Que las humanidades no son adorno sino fundamento.


Lo que me llevo: manifiesto personal


Salí de ese auditorio con varias certezas renovadas:


Primera:  Los libros siguen siendo un acto revolucionario. No porque cambien el mundo de la noche a la mañana, sino porque nos cambian a nosotros, página a página, silenciosamente.


Segunda:  La educación pública es uno de los mayores logros civilizatorios de la humanidad. Cada vez que recortamos presupuestos educativos o cuestionamos su valor, estamos cerrando puertas que costó siglos abrir.


Tercera: Estudiar letras, humanidades, filosofía, historia no es un lujo para privilegiados ni una pérdida de tiempo. Es una forma de entender el mundo, de conectar con miles de años de pensamiento humano, de desarrollar herramientas críticas que ninguna máquina puede darte.


Cuarta: La subjetividad bien asumida es más honesta que la falsa objetividad. Mejor decir "esto es lo que veo desde mi perspectiva" que pretender una neutralidad imposible.


Quinta:  Leer es un privilegio, pero también una responsabilidad. Cada vez que abrimos un libro, estamos honrando siglos de esfuerzo humano por preservar la memoria, desafiar el olvido y tender puentes entre generaciones.


Sexta: Para todos los que alguna vez fuimos —o seguimos siendo— esos niños raros del colegio, Vallejo nos dio permiso para estar orgullosos. Nuestra rareza no era debilidad; era el inicio de una conversación con los siglos.


Séptima:  El futuro de la cultura no está en guerras absurdas entre papel y pantallas, entre libros y tecnología. Está en aprovechar todas las vías posibles para que las historias y las ideas lleguen a más personas.


Octava: La atención sostenida es un superpoder en el siglo XXI. Y los libros son la mejor herramienta para entrenarla mientras disfrutas.


Coda: la máquina del tiempo está lista


Irene terminó el diálogo recordándonos que llevamos toda la vida haciendo algo extraordinario sin darnos cuenta. Que hemos normalizado la magia.


Hablamos con los muertos cada vez que abrimos un libro. Viajamos en el tiempo cada vez que leemos a Homero, a Sor Juana, a Borges. Creamos realidades paralelas cada vez que nos sumergimos en una novela. Entramos en estados cuánticos cada vez que leemos en silencio.


Como dijo citando de nuevo a Heráclito: "La fuerza que mueve el mundo es la tensión entre los contrarios". Y los libros habitan exactamente ahí: en ese borde del precipicio entre lo efímero y lo eterno, entre el silencio y la voz, entre la fragilidad y la permanencia.


Son nuestra apuesta contra el olvido. Nuestra manera de decirle al tiempo: no sin lucha.


Y gracias a iniciativas como el Premio Nuevo León Alfonso Reyes, gracias a esas alianzas entre instituciones que deciden que la cultura importa, gracias Tere Ramírez y a eventos como este donde una escritora española puede dialogar con estudiantes mexicanos sobre libros escritos hace milenios, esa apuesta sigue viva.


La máquina del tiempo existe. Está en tu mochila, en tu mesita de noche, en tu biblioteca. Solo falta que te atrevas a subir.

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